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EXTORSIÓN Y SECUESTRO DE INMIGRANTES

Autor: Gabriel Freyre.

Las oleadas migratorias que se registraron tras la asunción del octogenario presidente Biden provocaron que muriesen más latinos que nunca entre las fronteras de Estados Unidos y México.

Las cifras son alarmantes y el problema mayor es que las víctimas se han incrementado significativamente este último año. Estas abarcan un promedio de edad menor a los cuarenta años y albergan también, desde luego, a mujeres y a niños.

El tema es tan grave que los gobiernos prefieren no echar luz ni juicio sobre ello. Para nuestros políticos, tales escenas, que en su crudeza dan la total impresión de pertenecer a la posguerra, encarnan una verdadera maldición, y según su convicción, son problemas de otros países transportados por error al suyo.

Solo cuando la inmigración toma aspectos turísticos es que le miran con buenos ojos, pero incluso, siendo estos trabajadores favorables en un país falto de brazos como Estados Unidos, el odio pareciera se alimenta en su contra, irritándoles su número y su presencia cuando lo que debería, por lo menos es conmover, predisponer a la simpatía, (algo que pareciera imposible para un político). Mas, en vista de que son incapaces de promover la solidaridad general, al menos se les exige: compromiso. Urgentemente, para que no se sigan sumando más víctimas. Por compasión si se quiere, por pura obligación insincera, ante su condición de extranjeros e incapacidad para defenderse; pero sobre todo, por su ciega entrega al ir en pos del bendito sueño… Del «sueño americano» —¿así se decía?—. Pues, sueño de tantos y sí: sueño al fin. Sueño que no todos alcanzan y por el cual muchos pierden la vida, sumándose a las listas de las víctimas que terminan ocupando alguna de las innumerables fosas comunes y anónimas de Juárez o de las selvas del Darién.

Ustedes podrán preguntarse si lo vale, y hasta cuestionar las formas y condiciones en que los migrantes abandonan sus países, con niños, etcétera, pero convengamos que a nosotros tampoco nos corresponde juzgarles. No olvidemos que en la mayoría de las veces, los motivos que alientan tales extremos son infinitamente más complejos de lo que podríamos llegar a suponer e imaginar.

Nadie más que ellos sabe cuántos sufrimientos están soportando en su infeliz desplazamiento, y muchas veces salen inclusive comprendiendo perfectamente las palmarias consecuencias de semejante travesía, que podría costarles la vida. Porque además, esta extraordinaria afluencia de inmigrantes a puntos concretos de la frontera les vuelve una presa fácil de las mafias y carteles mexicanos, los cuales están obteniendo ganancias por centenares de millones de dólares con ellos, incluso más que con la droga. 

Pero a pesar de las pérdidas, del caro y sangriento precio que se paga, el migrante cree sinceramente que el sentido de libertad justifica acción tan arriesgada. Muy cierto es que la aureola de sacrificio también termina iluminando su fin, y lo que nadie puede negar es que, mientras en su propio país pasan por toda clase de miserias, en aquellas elevadas regiones «imperialistas» de Norteamérica, allí precisamente, al entrar, los inmigrantes instantáneamente comienzan a gozar de todos los derechos. Ese sea probablemente motivo suficiente para emigrar. ¡Oh, seguro que sí! A sabiendas de que en ese sediento gigante del norte les espera un crisol de razas para celebrar el final de su tremenda carrera mortal y salvadora. 

 

 

EL DÍA A DÍA DE LOS MIGRANTES

 

Convoyes enteros de peregrinos con mujeres y niños dejan atrás la miseria de sus países caídos en desgracia, y se lanzan como locos por las carreteras de América, atravesando medio mundo con la ilusión de alcanzar grandes metas. ¡Y lo más asombroso es que todo lo hacen con un temple! ¡Con un arrojo y sencillez! Como si cruzar por tierra nuestro continente no se tratase de nada, sino de algo extremadamente elemental, y accesible a todos. Los migrantes, pese a la notoria dificultad de su situación, andan como si se dirigieran al trabajo, o a un espectáculo de futbol con toda su familia, lo que aumenta la magnitud de su hazaña.

Es obvio que nuestros caminantes están curtidos por una sencillez de costumbres sin igual. En virtud de ello, carecen tan en absoluto de la menor sombra oculta de desprecio y de rencor, y además, están tan resignados a aceptar las circunstancias que les toca vivir, que producen en todas las poblaciones a través de las cuales van pasando un sentimiento casi compasivo.

Muchos ciudadanos de bien les echan la mano; les comparten alojamiento junto a sus familias y los proveen de alimentos. Estos espectáculos, en un comienzo, no son para muchos de los migrantes más que confortadores. Pues, los que salen de Cuba por ejemplo lo hacen en una condición absolutamente precaria, y por primera vez llegan a apreciar lo que es vivir entre sociedades libres.

La única mancha que opaca las cualidades míticas de estos trashumantes, es sin duda su idea fija por llegar a Estados Unidos. Y esto, si bien ya lo hemos discutido, y no merece reproche, también algo es muy curioso: porque evidentemente los peregrinos no están decididos a conformarse con menos. Bien podrían quedarse trabajando en otros países que están muy bien y que les han abierto las puertas como: Colombia, Chile o Uruguay, pero no, prefieren arriesgarse. Y para aquellos que vienen desde Sudamérica, la selva del Darién es sin dudas el primer gran obstáculo.

Esta barrera geográfica desprovista por completo de transportes y carreteras no perdona a los que caen por el cansancio o que se detienen a causa de los cuantiosos inconvenientes del terreno. Allí quedan muchos cuerpos y nadie se detiene a socorrerlos, pues, cada quien vela solo por sí mismo. 

Atravesarla a pie significa por lo menos tres días de difícil peregrinaje. Luego los «indios» kunas les proporcionan el servicio de transporte con sus rústicas lanchas a cambio de unos cuantos dólares y esto les permite, tras dos largas e incómodas jornadas por el archipiélago de San Blas, llegar por fin a la frontera de Panamá. 

Allí, el gobierno panameño les tiene preparado un verdadero cerco militar. Los junta, los instala en autobuses rentados, y con mucho gusto los pone de patitas en la frontera con Costa Rica.

Muy habituados ya a verse acogidos con sobresaltos y escenas por parte de las autoridades, estos vagabundos involuntarios de nuestros tiempos llegan a experimentar en Costa Rica la primera gran sorpresa. Si bien para el país son un verdadero estorbo, pues, en el sentido político de la palabra no pertenecen a la categoría de turistas, ni tampoco puede encasillárseles en el rango de inmigrantes, igualmente les abren las puertas solo por considerarles «aves de paso». Desde entonces Costa Rica se convierte en esa clase de protectores amigos de proteger sin que les cueste nada: les abren las puertas, sí, como quien dice les tienden una mano amistosa, aunque en realidad no les hace falta a los migrantes mano alguna para atravesar Costa Rica, pues el país es tan pequeño que, salvo en pocas excepciones, no les toma volver a salir más que un par de días. 

Lo positivo de todo esto es que al menos permiten moverse a sus anchas a lo largo de toda la Carretera Panamericana, y en su trayecto, rara vez la policía costarricense intenta detenerlos o inmiscuirse en sus cosas. En realidad, no ayudan, pero tampoco les perjudican y eso en definitiva es bueno, porque sucesivamente ocurre que Nicaragua les espera con una estrategia opuesta y exageradamente dispar. De hecho los migrantes entienden allí precisamente lo que es pasar en un tris de la condescendencia al abuso y el ultraje. Y lo mismo ocurre en Honduras y Guatemala, donde la policía se comporta como jaurías de animales carroñeros, que continuamente se lanzan sobre ellos y que solo andan detrás para extorsionarles.

Pasado todo esto sigue México, y si ya en Centroamérica estaban sobre brasas, háganse de cuenta que para esos pobres migrantes entrar en México representa como caer directamente dentro del fuego. Aquí básicamente los caminantes se convierten en huérfanos. En cualquier momento, y en cualquier lugar, pero sobre todo en los límites norte y sur del país, pueden ser asesinados, secuestrados, extorsionados, robados, o caer en las sucias garras de la trata. 

Los «pinches» narcos les esperan agazapados, relamiéndose como fieras en sus dominios. Aquí, como quien dice, los cazan en las calles, en los trenes, y hasta en medio de la noche pueden ser retirados de sus propios hoteles como si fueran conejos; con los testigos silentes de las recepciones y los dueños que no denuncian por miedo.

Según un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en México hay un promedio de 54 inmigrantes indocumentados secuestrados al día, pero estos podrían ser muchos más debido a que en su incapacidad de defenderse, no siempre los extranjeros denuncian los abusos.

 

 

MÉXICO LINDO, Y PERDIDO.

 

 

Ya hemos hablado de la indiferencia de los políticos que nada tienen que aportar jamás a la justicia ni a la humanidad. Sin importar del partido que sean, son fuerzas históricamente incompetentes, cuyo interés es que todo en el mundo sea tan mezquino como ellos.

Por desgracia, esto es perfectamente aplicable al ejemplo del propio presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, quien vive divagando y ahora resulta que achaca todas las culpas del complejo problema de los migrantes y de la trata, a los «modelos neoliberales» de carácter universal ¡Pero, observen ustedes cuánta agudeza y perspicacia de este hombre! ¿Cómo se le dará por semejantes ocurrencias? Y luego, lanza con aires demagógicos una concesión para legalizar a los indocumentados en la frontera sur de Tapachula, la cual se vuelve una medida falsa, fracasada. Sí señores, así es en México: el error no sabe reconocerse. Tal como ocurrió recientemente con la colectividad venezolana varada en Monterrey que, una vez entregados los permisos de circulación, y cuando los extranjeros llevaban recorrida casi toda la extensión del territorio nacional y estaban a punto ya de llegar a su destino, en un intento de corregir el error, el gobierno usó todos los medios y artimañas necesarias para obligarles a retroceder. Conste que él mismo los había legalizado para luego ponerles mil obstáculos. ¡Una canallada, verdaderamente!

Y subrayemos también que los inmigrantes debieron esperar ¡hasta dos meses! para poder ingresar. Sí; haciendo verdaderos prodigios de ingenio para sobrevivir en la frontera de Tapachula. Ciertamente, si al menos hubiese existido un plan de traslado que garantizase un arribo seguro al destino… Pero no. Desde luego que no se hubo previsto un plan semejante. Y por el contrario, cuando parecía que se veía materializa toda la paciencia de esta pobre gente, con la entrega de una «tarjeta verde» de permanencia en México (fíjense que ni en cosas tan simples demuestran siquiera una pisca de originalidad), pues, sucedió lo peor. En efecto, una vez que el grueso de inmigrantes arribó con sus propios recursos a suelo regio, les negaron los medios de transporte para llegar a Estados Unidos. En resumen: se negaron terminantemente a venderles pasajes.

A esas alturas del viaje, la caravana vivía como una sola familia. Muchos de ellos se conocían desde que entraron juntos por primera vez en Panamá. Pues bien, como era de esperarse, finalmente decidieron adoptar la terminal de Monterrey como refugio, desbordándola por completo.

Allí fueron retratados por todos los medios de prensa habidos y por haber: apiñados y cociéndose los labios para no gritar de desesperación; conformándose con cualquier rincón y desprovistos de comodidades, como se vive en un terminal, pues: sentados en el suelo, con sus cartones y mantas extendidas…

 Miles permanecieron allí por semanas con sus rostros bronceados y curtidos por el riguroso clima del norte mexicano.  A algunos podía vérseles tendidos con la espalda apoyada en el suelo y piernas en la pared; había muchas madres jóvenes, con bultos, sacos y niños en brazos, recibiendo a su vez mucha caridad (ropa, agua y alimentos) por parte de los regiomontanos.

Mientras que otros, los más fuertes, que ya hasta entonces habían demostrado una resistencia y una gallardía enorme, comenzaron a aventarse a pie ese trayecto final que les separaba con la frontera, lanzándose por su cuenta, e ignorando por completo el peligro que representa atravesar un desierto con temperaturas oscilantes en los 40 grados de sol constante, para llegar a sitios repletos de secuestros, como lo son: Nuevo Laredo, Reynosa o Matamoros, cuyos gobiernos municipales no se inmutan ante estos atroces crímenes y que muy cerca están incluso de apoyarlos, o por lo menos y definitivamente, no resueltos a evitarlos.